Sobre el fracaso
Rafael Cadenas
El fracaso tiene mala fama en occidente. Desde
pequeños, nos educan para competir, ganar y, como decía Pasolini, a ser neuróticos
del éxito. En la edad adulta, desarrollamos una aversión al fallo, a la
mediocridad y al bajo perfil. Sin embargo, olvidamos la dignidad que conlleva
aceptar la derrota.
Fernando Pessoa fracasó en muchos aspectos de
su vida. Tenía poco dinero, un trabajo mediocre y murió de cirrosis. No tuvo
suerte en el amor ni en sus empresas. Tampoco obtuvo el reconocimiento o el
éxito artístico que merecía. Pese a ello, fue un prolífico escritor, publicó
más de 4000 poemas y logró crear un universo literario a partir de sus heterónimos.
La palabra fracaso proviene del latín quassare; es decir, romper, golpear,
sacudir. Después de la derrota, algo se rompe o se fractura. El quebranto
también implica la aceptación de los propios límites, de la hybris y de la condición humana. Fracasar
es tomar conciencia de estar viviendo y, a su vez, reconocerse humano. La
pérdida de ese algo provoca un estado de angustia vital, pero, al mismo tiempo,
es una revelación.
En Les
vertus de l’échec, Charles Pépin menciona que los fracasos nos vuelven más
sabios y nos permiten mirar hacia otro lado. Todos ellos—porque son
muchos—reafirman nuestro talante humano. Los animales no fracasan; hacen lo que
les dicte el instinto. No consiguen aprendizaje alguno por errar. Solo así caemos en la cuenta de que no somos máquinas ni animales ni dioses infalibles. De esta manera, al fallar también hacemos uso de nuestro bien más preciado: la
libertad.
Ahora bien, durante el fracaso vuelven a
nosotros las preguntas por la existencia: ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ¿qué
sentido tiene esto? Lo anterior se olvida en el embeleso del éxito. Quizá el
verdadero logro es aprender a fracasar; es decir, aprender a vivir.
Leo Tabaquería
y también acepto mi derrota: No soy nada.
Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. En mí habita una bestia deforme
y autofágica que escupe mis restos en el suelo y revela mis constantes descalabros.
Es esa quimera la que me recuerda mis límites, mi impermanecia, mi mortalidad.
He decidido reconocerme como una fracasada profesional. Me place seguir mi propia retórica del fracaso. Escribo sobre lugares comunes, cosas sin importancia y lo insignificante de mi cotidiano. Es bien sabido que escribir es aprender a fracasar. Ya decía Pavese: «El verdadero fracasado no es el que no tiene éxito en las grandes cosas — ¿quién lo ha tenido nunca? —sino en las pequeñas. No llegar a construirse una casa, no conservar a un amigo, no contentar a una mujer: no ganarse la vida como todo el mundo. Ese es el fracasado más triste».
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