Sobre las bibliotecas o la nostalgia del edén
Jorge Luis Borges
Cuando camino por los pasillos de la biblioteca, le doy una oportunidad al azar. Las bibliotecas me dieron lo que nunca tuve en casa: calma y silencio. En ellas encuentro un espacio propio y dialogo con los que ya no están. Allí siento tranquilidad.
Gracias a las bibliotecas, pude acceder a
ejemplares que jamás hubiera podido pagar; incluso muchos de ellos ya no se editan.
Aquellos recintos alimentaron mi curiosidad; cada pasillo podía ser un nuevo
mundo por descubrir. Quizás el único orden que disfruto es el de los libros en
las estanterías. Me gusta imaginar que en otra vida fui bibliotecaria.
Ahora bien, cuando hablamos de bibliotecas,
resulta imposible no remitirse a Borges. El argentino decía que ordenar los libros
era una forma modesta de hacer crítica. Él nos enseñó que dichos lugares eran
una especie de paraíso infinito. En su cuento
“La biblioteca de Babel”, las estanterías representan el universo y los bibliotecarios serían obra de algún dios.
Visitar una biblioteca es, ante todo, una
experiencia. Quizá no nos volveremos eruditos o sabios por acudir a ella, pero recordaremos
que allí se reúne el ingenio humano. Ya decía Virginia Woolf: «I ransack public libraries, and find them full
of sunk treasure». Esos tesoros
hundidos nos transportan al pasado y al futuro. Gracias a los libros podemos
comprender lo que fuimos y en lo que nos convertiremos.
Resulta curioso que mi historia
con las bibliotecas se relacione con la vergüenza, tal vez me ocurría algo
parecido a tener un amante secreto. Cuando vivía con mis abuelos paternos
mentía sobre mis visitas y decía que había ido de paseo. Prefería pasar horas hojeando
libros y descubriendo autores por orden alfabético. Tiempo después, cambié de
domicilio y decidí gozar de otro affaire.
De nueva cuenta, inventaba cualquier pretexto, por ejemplo, que acudía al cibercafé.
En la biblioteca pública aprendí a hojear los libros de manera correcta (sí,
existe una forma), a ser confidente de las bibliotecarias, a molestarme con la
gente que no sabe guardar silencio y, sobre todo, a amar la lectura.
Hace meses, acepté un trabajo a 57 kilómetros de
distancia. La razón: el acceso a una gran biblioteca. Probablemente, esto parezca
ridículo, pero la paga no se compensaba con el desgaste de viajar cuatro horas
y atravesar las puertas del infierno del metro de la Ciudad de México. Al
final, los libros y el cariño de los alumnos fueron lo único que valió la pena.
Las bibliotecas son nuestro paraíso perdido o,
quizás, nuestra nostalgia por el edén. Allí lo ínfimo se vuelve mayúsculo. Ya
decía Ray Bradbury: «Sin bibliotecas, ¿qué tenemos? No tenemos pasado ni futuro».
Foto: Biblioteca Central UCA, El Salvador.
Gracias por tu prosa y tus experiencias, Claudia. Compartimos paraíso.
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