Sobre la sensibilidad neoliberal

 


Recuerda que tu casa puede desvanecerse como el oleaje rojizo de los ciruelos

Jorge Teillier


Recientemente me he dado cuenta de que empieza a incomodarme el hecho de revelar mi edad.  Tal vez esto parece absurdo para alguien que ha sobrevivido a los estragos de la madurez. Siempre llevo a cuestas la idea de parecer más joven, de no adoptar actitudes típicas de la "edad adulta". Me agradan los cumplidos sobre mi apariencia juvenil, aunque en el fondo sé que ocultan un miedo a envejecimiento y al deterioro. Miedo a no ser útil. Miedo al otro.

En ocasiones me invaden la vergüenza y la culpa al preocuparme por aspectos tan banales, cuando existen personas que luchan por llevar el pan a la mesa. Sin embargo, noto que no soy la única a la que le ocurre. A mis amigos les atacan las mismas dudas y también les inunda la ansiedad al momento de preguntarse sobre su posible vejez o si al igual que nuestros padres, tendremos la posibilidad de llegar a la crisis de la mediana edad.

Hace poco hablaba con un amigo sobre lo que entendemos como “ser adulto” y notamos que no corresponde con los planes que teníamos en mente ni con las ideas con las que nos habían criado. En la adolescencia pensábamos que era necesario tener estudios universitarios para acceder a un buen empleo, tener una casa, un coche y un perro. Creímos que tendríamos una mejor vida que la de nuestros padres y resultó lo contrario. Ya pasamos de los treinta, nos dedicamos a la literatura —eso evidentemente cambia todos los planes—, pagamos el alquiler, las tarjetas o cursos interminables; algunos tienen un coche, ya sea salido de agencia, con plazos de doce a sesenta meses; otros con un amplio kilometraje en el tablero. 

Sé que hago uso de mis privilegios, tengo un lugar para el estudio y cuento con una beca que me ha permitido costearme algunos lujos como viajes, libros y clases. Aunque sé que no será por mucho tiempo. Tendré que regresar a la incertidumbre, a las horas clase, a las vacaciones sin dinero y a la posibilidad de establecerme en un empleo mediocre, pero donde tenga la mínima posibilidad de pensar en el retiro o de llegar a la vejez. 

¿Qué importancia tiene todo esto con el sentido de la escritura? Me he dado cuenta de que este oficio requiere disciplina, constancia y, sobre todo, resistencia. Más allá de la capacidad física, me refiero a un tipo de resistencia frente a un mundo deshumanizado y carente de sensibilidad. Es una lucha constante frente a los juicios de generaciones anteriores sobre nuestra hipersensibilidad, desidia, apatía y obsesión por obtener todo sin esfuerzo alguno. 

Aunque he de decir que crecí en un mundo plagado de violencia desde lo domestico, lo simbólico y lo social. El dolor siempre marcó los espacios más íntimos. Con el tiempo, me di cuenta de que durante mi infancia la sociedad inventó un juego perverso con el consumo y el bienestar, comenzó a marginar la lentitud, la contemplación y la sensibilidad.

A esto me refiero con la resistencia; la poesía resiste a la dictadura del lenguaje, del tiempo, de la violencia, del olvido, de la crueldad y del dolor. Probablemente, no sirva para nada— si pensamos en un sistema mercantilizado—, pero es absolutamente necesaria. Me recuerda la sensibilidad que cada día me arranca el terror, las noticias desoladoras y los muertos sin nombre. La escritura, sobre todo la poesía, se ha vuelto un refugio en este mundo nebuloso.

Vivimos en tiempos donde no es posible esperar nada, pese a estar llenos de comodidades. Un mundo donde la posibilidad de envejecer dignamente parece una utopía, si aún es posible utilizar el término. Lo que no es materia de engaño es la escritura. En la poesía reside la posibilidad de jugar y crear trampas con el lenguaje. Los que hemos decido aferrarnos a este oficio observamos que mediante la escritura es imposible engañarnos; enfrentamos nuestros miedos, los arrojamos al vacío, nos confrontamos con nosotros mismos: la escritura nos enseña a contemplar las heridas abiertas.


Comentarios

  1. Púchica, Claudia, es verdad: ni el presente ni el futuro pintan, a simple vista, un cielo azul en el horizonte. Pero también lo otro es cierto: escribir nos trae a lo verdadero, y lo verdadero también somos nosotros mismos; y llegar allí da una sensación de casa; y en esa casa, en medio del relajo del mundo, volvemos a vivir.

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